P or muchos años Costa Rica ha sido reconocida por su sólida democracia y por su capacidad de resolver conflictos con base en el dialogo y la concertación. Evitar la confrontación abierta buscando consensos ha sido la opción preferida. Esta posición, sin embargo, ha tenido un costo importante en términos de posposición de reformas estructurales y mayores oportunidades de crecimiento económico y social. Al respecto, surge la pregunta respecto a la sostenibilidad de esta posición hacia futuro, en términos de su viabilidad y efectos económicos y sociales.
Históricamente, Costa Rica se ha caracterizado por ser un reformador lento. La discusión y adopción de reformas estructurales toma mucho tiempo. Si bien se podría argumentar que eso es parte de la democracia, también se debe sopesar la perdida de eficiencia y bienestar social precisamente por la no adopción de esas reformas. El proceso de discusión y la adopción de reformas financieras, por ejemplo, han tomado mucho tiempo y aún está inconcluso. La mayor competencia entre intermediarios financieros ha contribuido a reducir los márgenes de intermediación, los cuales en la actualidad podrían haber sido hoy aún más bajos si la reforma financiera hubiese sido más agresiva. Costa Rica mantiene bajas tasas de ahorro, que podrían atribuirse en parte a la ausencia de estímulos financieros adecuados.
Por muchos años se ha hablado de la necesidad de una reforma del Estado costarricense. Reformas constitucionales e institucionales son urgentes para mejorar la eficiencia del Estado y el manejo de los escasos recursos públicos. Sin embargo, poco se ha avanzado en esta materia. Las reformas implementadas han sido erráticas, dispersas, incompletas. Como consecuencia, el país ha carecido de políticas de Estado que marquen un rumbo definido. Un claro ejemplo es el crecimiento sostenido y desordenado del sector público.
Más de trescientas instituciones, muchas de ellas obsoletas, con duplicidad y superposición de funciones. Desarticulación en la toma de decisiones no puede llevar a otra cosa que ineficiencia y altos costos operativos que se reflejan en un gasto publico elevado y poco flexible. El tema de fondo no es el tamaño, sino el costo y la eficiencia del aparato público. En el país no ha existido una cultura de rendición de cuentas ni un riguroso análisis de costo-beneficio para evaluar la gestión publica y establecer prioridades.
De cara a una crítica situación fiscal, cabe preguntarse si en aras de mantener una estabilidad social y política se van a posponer, una vez más, reformas que han enfrentado la oposición de grupos de interés para mantener el status quo. Con una población disconforme con el balance económico y social al cierre del 2020, cabe preguntarse si esta vez la situación va a ser diferente. Cabría esperar que no, dados los estrechos márgenes para seguir haciendo lo mismo sin enfrentar serias consecuencias. La típica posición de patear la bola hacia adelante, o esperar que una repentina ola nos eleve a la superficie en momentos en que estamos tocando fondo no son escenarios viables. El país no puede esperar donaciones o generosas ayudas externas, como sucedió durante la crisis de los ochenta. Ya desde entonces era manifiesta la necesidad de reformar el Estado, una vez superadas las altas tasas de inflación y devaluación. Sin embargo, cuatro décadas después el país continúa con perennes desequilibrios fiscales y reformas estructurales esporádicas e incompletas.
Mucho se ha comentado y criticado sobre un eventual acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Existen posiciones a favor y en contra. En el transcurso de esos cuarenta años el FMI ha ido modificando sus políticas. De ser catalogada como una institución inflexible e intransigente, hoy luce más flexible y abierta a escuchar propuestas, sin descuidar sus responsabilidades y objetivos plasmados en su creación. En la situación actual, cabría esperar que el FMI recomiende medidas de corto plazo en ingresos y gastos, pero también de mediano y largo plazo. Los principales problemas del país son estructurales, permanecen sin resolver desde hace mucho tiempo. El argumento de que un eventual convenio con el FMI no sería necesario si se mejora la recaudación tributaria no es sostenible si se dejan por fuera los factores estructurales, entre ellos la reforma del Estado. Por ello, esta vez el abordaje de los problemas y sus soluciones debieran ser diferentes.
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