A finales de diciembre del año 2014, en algún lugar de las montañas suizas, Édgar Mohs departía con su familia después de un placentero almuerzo sobre su próximo viaje a Italia. Súbitamente, sin decir me siento mal o estoy mareado, sin parpadear, se desmayó… En ese instante comenzó un largo y empinado recorrido de muchos meses. La ambulancia llegó en no más de 15 minutos ... El recorrido al hospital no tomo más de 40 - 50 minutos. Sin embargo, en estas circunstancias, cada minuto cuenta por una hora… Alertado, el personal de emergencias del hospital ya lo esperaba. El manual de procedimientos se aplica de inmediato: oxígeno, presión arterial, temperatura corporal, toma de vías, sueros, … En el quirófano, en la sala adyacente, los cirujanos reciben en las pantallas de televisión y las computadoras la información proveniente de la sala de emergencias. De larga experiencia en este tipo de dolencias, los médicos diagnostican rápidamente al paciente: gravedad del accidente, zona afectada, ubicación precisa. Cada quien, médicos, asistentes, anestesistas, instrumentalistas, conoce su tarea. Calibrar y ajustar los robots… Manos a la obra… Dadas las circunstancias cada minuto cuenta. La vida cerebral del paciente se agotaba.
Los familiares reciben en la sala de espera la visita del médico encargado de mantenerlos informados. Sus palabras son breves y escuetas: el paciente se encuentra en una situación crítica, sus signos vitales son débiles, dejan mucho que desear. Los médicos han logrado estabilizarlo. Se encuentra en excelentes manos. En una hora regresaré. Transcurrida esa “larguísima” hora les comunica: la intervención quirúrgica avanza satisfactoriamente a pesar de la gravedad del paciente. Vendré luego cuando termine la operación. Otra espera “eterna”. Su informe final es telegráfico: la cirugía salió como se esperaba, el paciente fue trasladado a la sección de cuidados intensivos, la evolución de las próximas 48 horas es determinante, las secuelas del accidente cardiovascular no pueden evaluarse todavía. De ahí en adelante, la recuperación de Édgar fue lenta, muy lenta pero continua. Después de 3 meses regresó al país.
Comenzó en su casa en Escazú un proceso de recuperación durante meses y meses. Interminables sesiones cotidianas de diversas terapias. Tuvo que aprender de nuevo a caminar, a comer, a hablar y lo que para Édgar es imprescindible, a escribir. Gracias a su paciencia franciscana y a su disciplina y empeño ejemplares, con el apoyo permanente y cariñoso de Vicky su esposa, hoy tenemos a Édgar entre nosotros. Se reúne con sus amigos. Siempre interesado, como ha sido su costumbre, en múltiples temas nacionales. Y sobre todo con su capacidad de sonreír, muestra evidente de su razonable estado de salud.
Hoy, cinco años después de aquel accidente, Édgar decidió escribir sus memorias publicadas por la editorial de la UCIMED con la colaboración de la doctora Olga Arguedas, actual directora general del Hospital Nacional de Niños.
A raíz de esta publicación es oportuno hacer algunos comentarios y reflexiones sobre el autor. Es conveniente y necesario resaltar ciertos rasgos de su personalidad. Édgar ha sido precoz. Va adelante de los demás: a los seis años se graduó de mecanógrafo, a los 20 años ya era médico y a los 32 años fue nombrado director del Hospital Nacional de Niños.
Para él la medicina es un árbol frondoso, importante, sin duda, pero solo uno del copioso bosque del conocimiento. Esto explica su empeño por incursionar en otras ramas del saber, tales como la filosofía, la política y la historia. De ahí, su búsqueda constante del conocimiento, la experiencia y el consejo de personas de otras disciplinas académicas. En el campo de la medicina Édgar ha centrado su atención tanto en los aspectos “micro”, como en los “macro”. En cuanto al aspecto “micro” el punto esencial se refiere al trato que debe darse al paciente. Este, para Édgar, no es algo abstracto. Por el contrario, se trata de una persona de carne y hueso, con nombre y apellido, con su propia historia individual, miembro por lo general de una familia. Y debe, por consiguiente, ser tratado como tal. Le ha preocupado mucho el tema del médico general y el de familia frente a la especialización, con frecuencia, excesiva de los médicos.
Desde el punto de vista “macro” los temas principales de su atención han sido varios: el sistema nacional de salud, su alcance, su organización, su coordinación, su eficiencia; el cambio de paradigmas; la seguridad social; la medicina preventiva; la mortalidad infantil; las plagas sociales (tabaco, alcohol, obesidad, accidentes de tránsito, la esclavitud de las redes informáticas); el cambio tecnológico (equipos médicos, medicinas).
La relación entre la actividad de corto plazo y la visión de largo plazo ha sido preocupación permanente de Édgar. Por un lado, la obligación de cumplir las tareas cotidianas, no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. Por otra parte, la necesidad, igualmente, apremiante de ampliar el horizonte, otear el futuro (cambio de valores, nuevas circunstancias y prioridades, avance científico y tecnológico).
Lo privado y lo público. En el caso concreto de la medicina ambos son indispensables, pero ¿dónde termina uno y donde comienza lo otro? Esta dicotomía se origina para Édgar en la historia y la idiosincrasia del país. Las circunstancias concretas – hoy y aquí – determinan el curso a tomar. De hecho, no hay soluciones únicas. Édgar es, simultáneamente, un hombre de pensamiento y de acción. Piensa, reflexiona para generar ideas y tomar decisiones y actúa para transformar las ideas y las decisiones en realidades. Lleva acabo proyectos y programas. Un “ejecutivo”, según el lenguaje en boga.
Édgar es prudente. Oye, pero sobre todo es capaz de escuchar. Sabe guardar silencio. Ni interrumpe, ni adelanta criterio. Pausado y afable al hablar. Mesurado para comer y beber (y para cobrar a sus pacientes). Le molesta sobremanera la impuntualidad, las ocurrencias, los aspavientos y más aún las ideologías y los populismos.
Conocí a Édgar en septiembre de 1983 en la junta directiva del recién creado Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT). Ahí nos hicimos amigos y trabajamos varios años en compañía de Rodrigo Zeledón, Hernán Fournier y Rodrigo Gámez todos ellos académicos de alto vuelo. En las décadas subsiguientes se forjó una estrecha y fructífera amistad, con él y con Vicky, anfitriona excelente. En incontables reuniones y tertulias Édgar, invariablemente, planteaba algún tema inesperado, hacía siempre alguna pregunta perturbadora. A la par de Édgar cada vez se aprende algo nuevo.
La vida de Édgar ha sido polifacética, sus intereses múltiples. Las nuevas generaciones harían bien en dejarse contagiar de su ejemplo como médico por su dedicación, académico por su perseverancia, político por su probidad, diplomático por su prudencia, ciudadano por su participación en asuntos públicos. En fin, harían bien en seguir las huellas de una persona excepcional y singular.
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