L a convergencia entre el acceso casi indiscriminado a armas de grueso calibre y el individualismo violento de algunos sectores ha hecho de Estados Unidos una víctima recurrente de matanzas sin sentido: en escuelas, centros comerciales, iglesias o sinagogas. A esos impulsos se ha unido en años recientes un acelerador, directamente vinculado a las llamadas “guerras culturales” y la polarización estimulada por cúpulas políticas y mediáticas. Me refiero a las teorías conspirativas, en particular, la conocida como “gran reemplazo”.
Inspirado en ella, Payton S. Gendron, joven blanco de 18 años, desató el pasado sábado un festín de violencia en un supermercado de Búfalo, Nueva York, que costó la vida a 10 personas, casi todas afrodescendientes. Pero hay otros recientes y de igual índole: contra un Walmart en El Paso, Texas, frecuentado por hispanos, en el 2019 (22 muertos) y contra sinagogas en Pittsburgh, Pensilvania (2018), y Poway, California (2019), que se cobraron 11 vidas. A ellos se añaden agresiones y campañas de odio contra la población asiática.
La trama del “gran reemplazo” no es solo un fenómeno estadounidense. Se originó en Francia a principios del siglo pasado y fue relanzada allí mismo, en el 2011, por el panfletario Renaud Camus. Apela a la población “pura” que se siente amenazada por los “otros”, sean musulmanes, hispanos o afrodescendientes, a quienes atribuye vicios y perversiones múltiples (recordemos los “mexicanos violadores” de Trump). Sobre su ansiedad monta el argumento conspirativo: existen élites empeñadas en impulsar la natalidad o migración entre esos virtuales apestados para suplantar el predominio de la población blanca e imponer un cambio de “civilización” que les permitirá controlarla. Por esto, la primera línea de defensa es eliminar a tantos “otros” como sea posible y atacar a sus presuntos impulsores, entre los cuales culpan a los demócratas, en Estados Unidos, o a los judíos, universalmente.
De este perverso embuste se han nutrido Gendron, sus predecesores y sus inevitables sucesores, con un agravante: la trama ya no solo proviene de sectas marginales, sino de dirigentes y comentaristas reconocidos. Son ellos sus principales “normalizadores” y, por ende, grandes responsables de la violencia. ¿Pagarán algún precio?
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Publicación original en La Nación (19/05/2022)