C omo tantos autócratas de la historia, Vladímir Putin al fin está pagando la abultada cuenta que en algún momento pasa el ejercicio del poder desde la arrogancia, el aislamiento, el uso implacable de la fuerza, el cultivo del miedo y la obsesiva demanda de obediencia.
Son estos rasgos, que anulan los criterios independientes, la lealtad crítica, el sentido de realidad, el ejercicio del disenso y el apego al rigor para tomar decisiones, los que explican en mayor medida el desastroso manejo de la invasión a Ucrania. Por esto, los enormes errores que Putin ha cometido no son producto de traspiés casuísticos, sino resultado inevitable de delirios y distorsiones a menudo inducidos por quienes temen contradecirlo.
Putin creyó, o le hicieron creer, que la invasión conduciría al colapso inmediato del gobierno de Ucrania y su reemplazo por uno títere, pero su castillo de naipes bélicos se desmoronó con estrépito ante el eficaz heroísmo de los agredidos. Creyó que destruiría la nacionalidad ucraniana, pero más bien la reactivó. Apostó por que, al proveer Rusia un tercio del gas consumido por Europa, la doblegaría al cortar suministros; sin embargo, la capacidad de adaptación europea fue ejemplar.
Calculó que la alianza occidental, representada por la OTAN, sería incapaz de generar una respuesta concertada a la agresión. Resultó a la inversa: una reactivación de su músculo y su ampliación hacia Finlandia (ya un hecho) y Suecia (pendiente de aprobación turca). Fracasado en la apuesta por el éxito inmediato, supuso que Rusia asumiría mejor que Ucrania y las “decadentes” democracias occidentales una guerra prolongada. Pero lo único que ha hecho el tiempo es exacerbar las contradicciones de su cúpula política, militar, empresarial y de seguridad.
Esas pugnas explican la rebelión del capo mercenario Yevgeny Prigozhin y su Grupo Wagner, antiguos instrumentos de Putin. Peor aún, su levantamiento contó con la complicidad de altos mandos militares, opuestos a la cúpula del Ministerio de Defensa. Resultado: el autócrata se ve (y está) más débil que en cualquier momento de su mandato.
La obediencia es una cosa; la lealtad, otra. Hoy le queda algo de la primera, pero muy poco de la segunda. Está encerrado en el laberinto de un carcomido modelo y la posible antesala de su implosión.
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Publicación original en La Nación (29/06/2023)