L as inversiones públicas son nuestras grandes cenicientas fiscales. Sobre ellas cae primero la tijera cuando deben recortarse egresos; es decir, siempre, más con la regla fiscal. Y el problema se agrava por la falta de alianzas público-privadas para compensarlas. El daño para el desarrollo ha sido severo, y sigue. Como si esto fuera poco, se está acelerando otra tendencia, tanto o más grave: la desinversión o descapitalización.
Esta ocurre cuando el inventario de recursos materiales y humanos no solo se estanca, sino que retrocede, pierde capacidad y reduce su valor individual y colectivo, con destructivo efecto sobre vidas privadas y bienes públicos. Pensemos, por ejemplo, en dos casos de infraestructura: las parálisis y, por ende, deterioros (muchos y continuos) de la carretera hacia San Carlos, o de la ampliación del tramo Barranca-Limonal. Pero en pocos ámbitos el impacto ha sido tan serio y extendido como en la educación. El noveno informe sobre la materia, que divulgó este jueves el Programa Estado de la Nación, lo documenta con preocupante detalle.
El llamado “apagón educativo”, generado por la secuencia de huelgas y pandemia, descalabró el proceso de aprendizaje de cientos de miles de jóvenes, particularmente en el sistema público. Acentuado por un errático manejo oficial, ha drenado parte de su acervo cognitivo y emocional y hecho recular, en muchos casos de forma irreversible, sus posibilidades de alcanzar metas, materializar aspiraciones y contribuir al bienestar propio y colectivo. El peor efecto lo sufren quienes hoy cursan décimo año, un grupo, dice el informe, que “no dispone de tiempo suficiente para recuperar la acumulación de rezagos que arrastran desde la etapa escolar”.
Como si esto fuera poco, nos asomamos a un “apagón informático”, por la decisión de eliminar el invaluable aporte que brindaba la Fundación Omar Dengo. El MEP ni siquiera ha recibido más de 50.000 computadoras devueltas por la entidad, hoy en custodia de un juzgado. Si algo tan simple no se ha hecho, es fácil imaginar el resto.
Mientras menos recursos haya, sean tangibles o intangibles, más debemos cuidarlos. Lo peor es drenarlos; es decir, descapitalizarnos y hasta retroceder como sociedad. Revertir esta tendencia comienza con algo muy evidente: la voluntad y buena gestión.
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Publicación original en La Nación (31/08/2023)