L o bueno es que el desempleo ha seguido a la baja y en mayo llegó al nivel previo a la pandemia (un 12%), que la actividad económica mantiene índices positivos, la recaudación fiscal supera levemente lo estimado, los precios de algunos insumos importados se redujeron ligeramente, la corrida cambiaria que se produjo tras unas imprudentes declaraciones del presidente logró ser controlada y la devaluación volvió a un terreno menos turbulento.
Lo malo es que el desempleo sigue siendo alto, que el crecimiento económico, aunque positivo, se ha desacelerado, que la inversión pública se detuvo, que la inflación anualizada —medida por el índice de precios al consumidor— superó en junio el 10%, la de precios al productor creció un 17,5% y la canasta básica, un 16%, con particular impacto en los alimentos. Además, los intereses están en alza y los salarios mínimos reales se han reducido entre un 3,3 y un 8% respecto a enero del 2020, según sea la medición.
Lo peor es que esos indicadores tienen efecto directo en las condiciones de vida de la población, sobre todo la de más escasos recursos. Según estimaciones del economista Andrés Fernández, del Consejo de Promoción de la Competitividad, a los 383.500 hogares en condición de pobreza se podrían sumar hasta 70.000 a finales del año. Pero también sectores vulnerables medios se ven golpeados por la inflación en general y mayor costo de las hipotecas, los alquileres (que subirán) y las letras de los carros.
Lo preocupante es que hasta ahora no se percibe una estrategia realista y articulada para hacer frente a estos desafíos: desde qué plantear al Fondo Monetario Internacional y cómo atemperar el impacto en los hogares más pobres (¿subsidios compensatorios, por ejemplo?) hasta cómo generar mayor crecimiento y estabilizar en lo posible las variables macroeconómicas.
Lo alarmante es que el efecto de todo lo anterior se produce sobre un tejido social, económico y político considerablemente estresado y desestabilizado por la pandemia, de la cual aún no hemos salido, y que el llamado “apagón educativo” puede ser un perpetuador de carencias y desigualdades. Razón de más para pensar y plantear un plan claro en objetivos, plazos y pasos. Es decir, política pública amplia y seria; la que se teje con rigor y prudencia; la que rehúye la estridencia.
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Publicación original en La Nación (21/07/2022)