S e escucha por ahí que “los problemas de América Latina, no son de estructura política, sino de liderazgo”. De un plumazo, el lector desprevenido, el ingenuo y el ególatra, cada uno por distintos motivos, acogen la tesis. Por arte de birlibirloque, los problemas de gobernabilidad de nuestros sistemas políticos desaparecen y nos dedicamos a buscar al “líder”, al flautista de Hamelin que resolverá nuestros problemas en un dos por tres.
El desprevenido asume la frase y con ello asume también que los problemas estructurales no existen. El ingenuo busca desesperado al “líder” (al Hugo Chávez, Fujimori, Evo Morales o Bukele) que nos sacará del marasmo en que nos encontramos, sin percatarse que el precio que nos cobrará será la destrucción democrática. El ególatra, se mirará al espejo y se dirá: yo soy el hombre o la mujer que el país necesita, elegidme y los problemas se acabarán, porque yo sí sé como resolver los problemas del país.
Por supuesto que los problemas de nuestros países no son achacables a una única causa y la ingobernabilidad (sentida socialmente: la población quiere la democracia pero desconfía de sus resultados), no se deben únicamente al modelo político vigente, sino a causas diversas: hay problemas de liderazgo, de desadaptación al cambio, de desprestigio de los partidos políticos, de corrupción, del sistema electoral, de detalles legales o reglamentarios (básicamente del Reglamento Legislativo, el que impide la votación de leyes en un plazo razonable, cuando un grupo minoritario así lo quiere, a menos que exista una mayoría calificada -38 diputados-, que permita enfrentar el filibusterismo parlamentario -esto es, presentar cientos de mociones para dilatar o impedir la aprobación de leyes por las mayorías legislativas).
Pero los problemas estructurales de gobernabilidad, de representatividad y de responsabilidad política existen y una parte muy importante de esos problemas está conectada o asociada al sistema político presidencialista, tal y como opera hoy en nuestros países.
La gente siente una verdadera ingobernabilidad (o al menos imposibilidad de tomar decisiones por las mayorías designadas constitucionalmente, sobre todo en el legislativo). No se trata, por supuesto, de que el gobierno pueda imponer arbitrariamente su punto de vista, porque eso sería renunciar a los valores de la democracia. De lo que se trata es de que las mayorías constitucionalmente previstas para tomar decisiones puedan hacerlo en un plazo razonable.
El problema sí tiene, al menos parcialmente, que ver con el modelo de operación: supone la operación efectiva de un Poder Ejecutivo y de una Asamblea Legislativa y ello depende de dos condiciones: una es el Reglamento legislativo (en nuestro país, no necesariamente en los demás). La segunda, común a todos los sistemas presidencialistas de nuestro continente, tiene que ver con el concepto de responsabilidad social y política de los parlamentos en los modelos presidencialistas.
En nuestro país, por ejemplo, antes de 1990 la ingobernabilidad no se planteaba, porque el Ejecutivo había sustituido las funciones del legislativo al margen del sistema constitucional. No se quiere volver a esa etapa. Se quiere alcanzar la gobernabilidad en el marco de un sistema que garantice los principios y derechos constitucionales de mayorías y de minorías, y que se puedan tomar decisiones por los órganos constitucionalmente designados para hacerlo (en especial, la Asamblea Legislativa, por aplicación de los principios de reserva de ley y de legalidad).
No se trata de alcanzar la gobernabilidad renunciando a la democracia. Todo lo contrario, se trata de asegurarla adaptando el modelo presidencialista a las nuevas condiciones.
Un sistema político debe operar y ser gobernable democráticamente, incluso en ausencia de “liderazgo”. El liderazgo es fundamental para alcanzar las metas de una sociedad, pero no debe ser un requisito para la operación del sistema. Suiza es un buen ejemplo de esto último. Nuestros sistemas democráticos no padecen formalmente de ausencia de liderazgo, pero sí padecen de sistemas entrabados y de un multipartidismo que dificulta impulsar los cambios que los países necesitan. El peligro es que seamos incapaces de resolver los problemas en democracia y que las poblaciones busquen o aplaudan líderes mesiánicos que no tienen interés en fortalecer la democracia sino en destruirla.
El problema es también del sistema. La solución no es encontrar un flautista de Hamelin, sino garantizar que el sistema pueda operar razonablemente, al margen e incluso a pesar del líder, y de que pueda hacerlo democráticamente y con mayor responsabilidad.
La toma de decisiones gubernamentales y de las mayorías legislativas parecen hoy imposibles de alcanzar sin el visto bueno de las fracciones legislativas de la oposición (que no tienen motivos para cooperar salvo cuando tiene altas probabilidades de acceder al poder), lo que no es razonable en un sistema democrático y constitucional. Y no lo es, tampoco, por el costo político que supone para la oposición y para el sistema democrático, tener que ser partícipes del poder, so pena de impedir su ejercicio básico. La oposición no debe cogobernar, porque entonces deja de ser alternativa al poder. Debe dejar gobernar, vigilar y controlar al poder, y prepararse para acceder a él, pero no impedirlo o dificultarlo cuando se ejerza razonable y constitucionalmente.
Nuestros países no necesitan una cirugía mayor, pero sí necesitan revisar sus sistemas políticos y ponerse a tono con los tiempos y el nuevo contexto. Adaptar equilibradamente algunos elementos de los sistemas parlamentarios para garantizar la fluidez de las acciones gubernamentales y aumentar al mismo tiempo, la responsabilidad de los gobernantes frente a los parlamentos y de los parlamentarios frente a la población.
Si no se hace pronto, tarde o temprano terminaremos en el quirófano, sea buscando líderes mesiánicos antisistema o fomentando la demagogia. Y la solución, repito, no está en entregárselo todo a un Flautista de Hamelin, ni en mantener una ingobernabilidad insostenible. La solución es que el Poder Ejecutivo sea capaz de impulsar y encontrar acuerdos con las fracciones legislativas para que el país avance, y las fracciones legislativas, sin renunciar a su papel (de fracciones de oposición o de gobierno, según corresponda), oponerse lealmente a los excesos y apoyar las cosas que convengan a nuestras poblaciones (vengan de donde vengan).
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Publicación original en crhoy.com (30/08/2023)