E xiste un consenso innegable en torno a la incapacidad de nuestro aparato estatal de atender de manera adecuada las necesidades de los costarricenses.
Los ejemplos abundan y casi todos obsoleto epodemos contribuir una anécdota personal ilustrando la frustración sufrida al vernos obligados a lidiar con las entidades públicas, tanto las de gobierno como aquellas donde el Estado está presente en su calidad de dueño.
Inseguridad ciudadana, citas médicas que condenan al paciente a una muerte anunciada, autoridades que antes que rebajar una tarifa de transporte público pretenden realizar por tercera vez el estudio correspondiente “en defensa del usuario”, y el pagar por una refinería que no refina son, junto a la platina, los temas que en hoy están, como se dice, “trending”.
Para agregar insulto al agravio, nos dicen que de no aprobarse una reforma fiscal para financiar estos despropósitos, el país se enrumba a una crisis de consecuencias severísimas. Claro, porque ahora estamos en una de consecuencias solo graves. Es así como constantemente nos vemos obligados a preguntarnos, qué se puede hacer para salir de este embrollo.
Para comenzar, debemos ubicarnos. Un estudio de Miguel Loría y Josué Martinez publicado por la Academia de Centroamérica el año anterior nos ayuda en este propósito. El estudio señala como en Costa Rica existen, al 2015, 332 entidades públicas. Sólo en la década de los noventa se crearon sesenta y ocho y en los últimos cinco años otras siete. Traté de identificar, a pura memoria, cuales, y no pude nombrar ni una sola. Así de importante deben de ser. No solo son muchas sino que además se rigen por marcos jurídicos que van desde algo tan natural como un ministerio a algo tan alambicado como un consejo (de transporte público, seguridad vial, aviación civil, etc. ).
Esta inflación institucional se constituye en el primer y mayor obstáculo para darle sentido a la gestión del Estado sobre si tomamos en consideración que muchas de ellas fueron creadas con el propósito explícito de evadir la esfera de control del gobierno central. Así, del total del gasto público, solamente el 33% está sujeto al control político de la Asamblea Legislativa lo cual impide ordenar la acción del aparato estatal y corregir las aberraciones que se han ido acumulando a lo largo del tiempo: duplicación de funciones, con la resultante ineficiencia en el uso de recursos; incapacidad de gestión lo cual resulta en la peor paradoja: se acumulan partidas en los presupuestos de entidades que son “invertidos” en Hacienda; entidades que superan en existencia el problema que originalmente nacieron para resolver; fragmentación de la política de empleo con la creación de disparidades que terminan alimentando una espiral en el gasto corriente por salarios; y, quizás lo fundamental, una ausencia total de transparencia en la asignación de responsabilidades y rendición de cuentas: al haber dos tres o hasta cuatro responsables, nadie nunca la paga.
Parafraseando a Albert Einstein, loco es aquel que haciendo las mismas cosas espera resultados distintos. Si ciegamente creemos que haciendo más de los mismo vamos a lograr un cambio, nunca saldremos de locos. Es hora de enfrentar el problema de un aparato estatal obsoleto eliminando duplicidades, cerrando entidades superadas por la realidad y devolviendo la gestión del gasto a un Poder Ejecutivo que pueda definir adecuadamente prioridades para luego sujetarlas al control político en el proceso de aprobación legislativa de un presupuesto que represente ojalá el 100% de las erogaciones del sector público.
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