C omo constatan estudios recientes (para nuestra región, el Latinobarómetro de 2023, por ejemplo), las nuevas generaciones (menores de 35 o 40 años) están menos satisfechas con la democracia y con la vida, que las generaciones mayores. A lo que podemos agregar que los jóvenes de hoy (Milennians, Generación Z), no confían tanto y participan mucho menos en las elecciones (se abstienen más que sus mayores). Además, tienden a apoyar menos a la democracia que las demás generaciones.
“Globalmente -recuerda el Bennett Institute de la Universidad de Cambridge-, los ‘milenians’ son los más insatisfechos con la democracia y más aún que en previas generaciones en su misma etapa de vida… -Más preocupante aún- los jóvenes son más positivos sobre la democracia bajo líderes populistas tanto de izquierda como de derecha, y los ‘milenians’ en democracias avanzadas son más proclives a ver a sus oponentes políticos como moralmente defectuosos”.
El estudio de ese Instituto revela, además, que al inicio de las olas populistas, ha aumentado la satisfacción con el sistema entre las generaciones más jóvenes; aunque luego -pasados varios años de experiencias populistas y sus costos económicos- ese apoyo decae y se pasa al rechazo (casos de Venezuela después de 2014, Nicaragua después del 2018, por ejemplo).
Hay autores que afirman (con algún sustento en ese tipo de estudios y en la satisfacción temprana que manifiestan los jóvenes bajo líderes populistas), que de la democracia lo que parece gustarles más es el componente de gobiernos populares (electos popularmente, elemento mayoritario) y los que parecen gustarles menos son los componentes del “Estado de Derecho” (control judicial, subordinación de los gobiernos a la Ley) y de los derechos de las minorías. Esa es, más o menos, una de las conclusiones de la teoría “termostática” de CLAASSEN (In the Mood for Democracy? Democratic Support as Thermostatic Opinion).
Es difícil demostrar las causas de esos fenómenos y del sustento aparente de esas tesis. Peor conviene recoger algunos datos y adelantar algunas hipótesis.
Salvo en unos pocos países (especialmente los que han caído regímenes autoritarios), los más jóvenes han tenido mejores condiciones que las generaciones anteriores. Por lo pronto: 1) han estudiado mucho más; 2) vivirán más años que nosotros; 3) se mantendrán seguramente activos y saludables después de los 70 años; 4) tienen más acceso a vehículos propios; 5) han viajado y conocido mucho más que sus padres; 5) conocieron internet en la niñez y accedieron temprano a las computadoras; 6) accedieron desde niños a los teléfonos inteligentes y a las tabletas electrónicas. 7) Las muchachas, las minorías raciales, religiosas o sexuales, tienen hoy mayores niveles de libertad y de igualdad, que las que tuvieron que enfrentar generaciones anteriores.
Sin embargo: a) les cuesta más encontrar trabajos formales (tienen mucho mayores tasas de desempleo y más informalidad que sus mayores); b) se les dificulta independizarse y mudarse de la casa de sus parientes y encontrar dónde vivir (los estudios indican que el acceso a vivienda independiente es más difícil hoy que en el pasado). Esos dos detalles esenciales (trabajo y vivienda) pueden explicar su rechazo al mundo que conocen al ingresar a la mayoría de edad.
Entonces, se entiende que sientan cierta “alienación” o angustia sobre su futuro y con el sistema democrático. ¿Se les puede culpar?
Los jóvenes, en general, en todas las generaciones, son más rebeldes y le tienen menos miedo al cambio. Gregorio Marañón (psiquiatra y escritor español de mediados del siglo XX), decía que cada edad (o grupo etario) tenía su propio deber, que el deber de la niñez era la obediencia, que el deber de los adultos era la adaptación, que el de la juventud era la rebeldía. No es de extrañar, entonces, que los más jóvenes sean más rebeldes y que el pasado y el futuro les parecen lejanos.
Pero en esta época, por causa del cambio climático, la polución y las amenazas a la biodiversidad, están más comprometidos con el ambiente, pero además con los animales y con las cosas que consideran causas nobles. Es verdad que pasan de la política tradicional, de las elecciones y de lo políticamente correcto, pero les gusta manifestarse sobre temas sociales y políticos en sus redes sociales o firmar peticiones en internet. Es decir, no son indiferentes de la política, sino al modelo de democracia que, bien que mal, nos legaron y les legamos sus padres.
En “Creciendo en Democracia: ¿Hace Alguna Diferencia?” (Growing Up Democratic: Does it Make a Difference), Denemark, Mattes y Niemi, se preguntaban si la socialización de las nuevas generaciones en las normas de ciudadanía democrática las inducían a valorar más la democracia, o si, más bien, las frustraciones con el estancamiento económico y la corrupción política las inducían a rechazar la democracia o, como mínimo, a verla como algo irrelevante.
Francis Fukuyama (en 30 Years of World Politics: What Has Changed?), recordaba que cada generación construye su estructura mental por las experiencias colectivas que les marcaron durante sus años formativos: “Para las personas que vivieron durante la Guerra Fría y su final, la palabra ‘socialismo’ tenía muy negativas connotaciones. Para las personas que nacieron después de 1990, ha sido el neoliberalismo y las políticas asociadas de austeridad fiscal, privatización, y libre comercio que se han adoptado, los que tienen connotaciones negativas…”
Cualquiera que sea el motivo, los datos lo que revelan es que las nuevas generaciones están menos comprometidas con la democracia representativa que las generaciones precedentes y esas no son buenas noticias.
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Publicación original en crhoy.com (02/08/2023)