L úcido, claro y equilibrado, como siempre, don Eduardo Lizano acaba de publicar un ensayo en que enciende sus luces largas y nos plantea una ambiciosa —y necesaria— meta para el año 2050: convertirnos en un país de renta alta y colocarnos entre los primeros 25 puestos de la OCDE en ingreso por habitante.
La razón para avanzar por esta ruta trasciende la producción de riqueza, una condición necesaria pero no suficiente, para el gran objetivo que plantea. Se trata de ampliar y profundizar nuestro “contrato social” y su expresión operativa, la democracia liberal, en sus tres dimensiones estrechamente vinculadas: la política, la social y, como sustento, la económica.
“Producir y distribuir, en definitiva, no son dos procesos diferentes —nos dice—, sino uno solo: crecer más permite distribuir mejor y, simultáneamente, distribuir mejor facilita crecer más”.
Para lograrlo, se requiere un entorno político adecuado que, además de consolidar derechos y garantías, propicie la buena toma de decisiones y salvaguarde la democracia de lo que llama “sus enemigos bien conocidos”. Los identifica como “el autoritarismo, el clientelismo, el populismo, el nacionalismo, la xenofobia, los socialismos del siglo XXI, incluido el chino, y la democracia iliberal”.
Su ensayo, titulado Después de la pandemia: una visión de largo plazo, apareció este mes con el sello de la Academia de Centroamérica, y se puede descargar en su página en internet.
Para avanzar hacia el objetivo planteado, Lizano se abstiene de dibujar una ruta o un recetario cerrados, a sabiendas de que hay “muchas maneras de llegar a Roma”. Estas dependen de múltiples circunstancias.
Propone tener claros los objetivos “largos”, a partir de los cuales enmarcar los a corto y mediano plazo, es decir, construir de manera sistemática, realista y flexible las etapas del camino, pero cuidando siempre de que confluyan hacia —y no contradigan— la meta final: esa Roma simbólica de un contrato social reforzado y dinámico.
Insiste en mantener el equilibrio “entre lo deseable y lo posible”, evitar el deseo de avanzar demasiado deprisa, imitar pautas de consumo inalcanzables o tratar de abarcar más de la cuenta. Y llama a tomar en cuenta a quienes, en esa ruta, se convierten en “perdedores” por las decisiones que deban tomarse.
Sin dejar de reiterar la integralidad de los objetivos políticos y sociales, Lizano se centra en los económicos. Plantea una serie de variables y las magnitudes de estas, por las que debemos trabajar desde el diseño y la ejecución de políticas públicas en un marco de estabilidad sociopolítica.
La base indispensable es acelerar el crecimiento del producto interno bruto (PIB) para llevarlo a un 5,6% anual a partir del 2025, lo cual implicaría una mejora per cápita acumulativa del 5%.
La inversión, tanto pública como privada, debe elevarse sustancialmente: llegar al 24% del PIB a partir de ese mismo año, y hacerse acompañar de un incremento en su productividad y en el ahorro, tanto interno como externo. Entre sus prioridades, destaca la investigación y el desarrollo, con un sentido claro de dirección y estrategia.
Nuestra participación en el comercio internacional, que ha cedido desde el gran impulso de la década de los noventa y la primera de este siglo, afirma, debe retomar su dinamismo, alcanzar una relación del 46% entre las exportaciones y el PIB, e igualar el coeficiente de apertura de los países de la OCDE en el 2050.
El otro gran salto que plantea es en inversión social. Entre el 2010 y el 2019 tuvimos un promedio del 12,2% en relación con el PIB. Se ubicó, porcentualmente, como la mayor de Latinoamérica, pero estuvo diez puntos por debajo de la OCDE, entre cuyos miembros representó el 22,5% del producto en ese mismo lapso.
La reducción de la desigualdad y la mejora sustancial en los indicadores de educación, tanto en calidad (pruebas PISA) como cobertura (secundaria), diversidad (educación dual y capacitación laboral) son otras variables sociales que considera esenciales.
Para el arranque y avance hacia el largo plazo, Lizano recomienda asentarnos en los múltiples “activos” nacionales. Entre ellos, están el Estado de derecho, la independencia de poderes, el acceso a la justicia, la libertad de comercio y emprendimiento y la abolición del ejército.
A la vez, nos alerta sobre dos conjuntos de factores. Uno son los “pasivos”, señalados antes por José Manuel Salazar Xirinach: informalidad laboral y desempleo, crisis educativa, crecimiento insatisfactorio, desequilibrio fiscal, poca eficiencia del sector público, multipartidismo fragmentado y crisis de representatividad.
El otro son las transformaciones profundas del entorno (“megatendencias”), con un impacto transversal: el cambio climático, la aceleración tecnológica, el envejecimiento de la población, las contradicciones de la globalización y las próximas pandemias.
“El futuro será, en buena medida, continuación del esfuerzo del pasado”, sentencia. Es lo que tenemos. De allí en adelante, la clave es qué queremos y cómo lo tendremos. Su propuesta en tal sentido es, a la vez, visionaria, lúcida, balanceada e integrada.
Con ella, don Eduardo pone nuevamente de manifiesto que, más allá de sólido economista y gran impulsor de las buenas políticas públicas a lo largo de varias décadas, tiene, sobre todo, condición de estadista.
Envíe sus dudas o comentarios a radarcostarrica@gmail.com.
Las opiniones expresadas en esta publicación son del autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de la Academia de Centroamérica, su Junta Directiva, ni sus asociados.
Publicación original en La Nación (30/07/2022)