A lrededor de 127.000 militares rusos, junto a una impresionante parafernalia bélica, rodean las fronteras ucranianas, en estratégicos puntos al este, norte y suroeste. El riesgo de una invasión es tangible, lo mismo que la posibilidad de ataques a blancos cruciales.
El propósito: devolver Ucrania a su esfera de influencia y limitar las decisiones soberanas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, sobre todo, sus miembros de Europa oriental y el Báltico.
El domingo 23 de este mes 39 aviones de combate chinos incursionaron en la llamada “zona de identificación defensiva” de Taiwán. Ejercicios de esa índole, junto con despliegues marítimos, son cada vez más frecuentes. El jueves pasado su canciller declaró que las “preocupaciones legítimas de seguridad” rusas deben ser tomadas “con seriedad” por los aliados occidentales.
En lo que va del año, Corea del Norte ha lanzado seis misiles —crucero, de corto alcance e hipersónicos— como parte de las pruebas para modernizar su arsenal ofensivo, presionar a Japón e intentar negociaciones, en sus términos, con Estados Unidos.
Pese a que se reportan algunos avances en las negociaciones para que estadounidenses e iraníes regresen al acuerdo nuclear suscrito en el 2015 —del que también son parte Rusia, China, la Unión Europea, Alemania, Francia y el Reino Unido—, nada lo garantiza, y el régimen de Teherán mantiene un amenazante programa de modernización de centrífugas e enriquecimiento de uranio que Israel considera inaceptable.
Es difícil pensar en una combinación de riesgos geopolíticos tan “calientes” desde el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética, hace 30 años.
La gran diferencia, para mal, es que en la era soviética, con un liderazgo colectivo tan acartonado como cuidadoso, era difícil esperar decisiones apresuradas o errores de cálculo. Ahora, en cambio, Vladímir Putin gobierna sin contenciones y, enfrentado al descontento interno y deterioro en las condiciones de vida de la población, ve en las aventuras foráneas una forma de ganar fuerza y prestigio. Y si el foco es Ucrania, alguna vez apodada “la pequeña Rusia”, sus expectativas son mayores, aunque quizá estén equivocadas.
Los reclamos de China sobre Taiwán como parte de su territorio, que se remontan a 1949, no han hecho sino acelerarse conforme la isla ha ganado en desarrollo, democracia y espíritu independiente, y la relativa apertura china de años recientes ha involucionado hacia un verticalismo cada vez más controlador. El presidente Xi Jinping se ha convertido en un Mao 2.0, pero con un poderío económico y militar que su predecesor nunca tuvo.
El régimen del “supremo líder” norcoreano, Kim Jong-un, se encuentra entrampado por el dogmatismo, sus patológicas suspicacias, el estancamiento económico, la crisis sanitaria y la rigidez total. De los cuatro países mencionados, y sus dirigentes, es el que tiene menos que perder con una escalada conflictiva, aunque nada garantiza que, si va mal, pierda el poder.
En Irán, tras las elecciones controladas de junio pasado, Ebrahim Raisi, el más conservador de los candidatos autorizados, sustituyó al relativamente moderado Hasán Rohaní. Su discurso incluyó retomar el programa nuclear atemperado por el acuerdo del 2015, que Donald Trump, con total miopía e imprudencia, abandonó en el 2018. Los iraníes hicieron lo mismo en el 2020.
Nada garantiza que la tortuosa vuelta a la mesa de negociaciones, en condiciones mucho más precarias y amenazantes que seis años atrás, conduzcan a un arreglo. Incluso si se produjera, los riesgos de ataques israelíes no pueden descartarse del todo; si fracasara, serían casi inevitables, lo mismo que algún tipo de intervención estadounidense y una eventual carrera nuclear en el Cercano Oriente.
Para complicar el panorama, debemos considerar otros tres elementos de gran importancia:
En diciembre del 2019, por ejemplo, fuerzas rusas, chinas e iraníes realizaron los primeros ejercicios navales tripartitos de su historia, en el océano índico.
¿Estamos al borde de una guerra? En Ucrania, cada vez parece más tangible e impredecible en su naturaleza. Sin embargo, no puede descartarse que el despliegue y exigencias de Putin sean una carta de negociación para obtener algunas concesiones, y que la vigorosa reacción de Estados Unidos y la OTAN actúe como factor disuasivo.
En Taiwán, las presiones de Xi no han llegado al tipo de extremos de su colega ruso sobre los ucranianos, y China, tradicionalmente, ha rehuido los riesgos extremos.
Corea del Norte es una caja de sorpresas, por la naturaleza tan impenetrable, pero también oscurantista, de su régimen.
Los iraníes han sido, hasta ahora, maestros en la diplomacia del chantaje, y difícilmente quienes realmente mandan —los ayatolás encabezados por Alí Jameneí— busquen una guerra. Pero allí está Israel; allí, la dinámica de la política interna estadounidense; y allí, también, las autocracias del golfo Pérsico, como eventuales fuentes reactivas.
El mayor riesgo está en los errores de cálculo, que tienden a ser mucho mayores cuando los actores autocráticos personalistas, como Putin, Kim y, en menor medida, Xi, toman las decisiones; también, cuando un Estado que se siente amenazado existencialmente, como Israel por un eventual Irán nuclear, decida que ya debe actuar a plena luz.
Por todo lo anterior, la diplomacia, en su sentido más relevante, está a prueba; también, la forma en que puedan combinarse las presiones (de qué índole) y concesiones (hasta dónde) y cuál sea el efecto futuro de los precedentes que, en esta dinámica, lleguen a establecerse.
Los riesgos son enormes. La inercia del militarismo puede tomar vida propia y conducir a catástrofes. Pero la ruta no es irreversible, y todos los actores relevantes deben trabajar, cuando menos, para frenar su ímpetu.
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Publicación original en La Nación (29/01/2022)