L a reforma al Código Municipal que limita la reelección consecutiva de los alcaldes, avalada el miércoles por la Sala Constitucional, es la recarga estructural más importante que ha recibido nuestra democracia en mucho tiempo.
Su impacto directo será local, porque impulsará la renovación de la representación municipal, y esto, a su vez, creará condiciones para una mejor gobernabilidad. Sin embargo, los posibles efectos del cambio van mucho más allá. Al propiciar la rotación de los liderazgos cantonales, tendrá un efecto nacional positivo: en la organización y balance de poder de los partidos, sobre todo los dos con mayor trayectoria y número de alcaldías: el PLN y el PUSC.
La reforma limita a dos períodos consecutivos cualquier cargo de elección municipal; sin embargo, mientras a los vicealcaldes, regidores, síndicos e intendentes les abre la posibilidad de postularse de inmediato a otras posiciones, los alcaldes solo podrán hacerlo ocho años después de dejar el cargo. De esta manera, su capacidad para formar y controlar oligarquías políticas locales, como ha ocurrido en muchos casos, se reducirá sustancialmente. En cambio, se abrirán mayores posibilidades para la oxigenación política y, potencialmente, mayor involucramiento ciudadano.
Los partidos también podrán ganar. En el ámbito local, ya no estarán sujetos a eternizadas franquicias personales que se imponen a las institucionales. En el nacional, se reducirá la desmesurada influencia de sus intereses en órganos de decisión clave, algo particularmente agudo en el PLN. Además, quizá se debilite el poderoso lobby legislativo municipal que ha descarrilado o distorsionado decisiones de gran importancia.
Lo anterior es lo que me lleva a calificar el cambio como una recarga democrática, con potencial transformador. Sus componentes crean buenas condiciones para que ocurra; sin embargo, el efecto no surgirá por arte de magia. Al contrario, dependerá, por lo menos, de dos variables: una, el ímpetu, visión y capacidad de organización de los emergentes liderazgos locales para superar los vicios de hoy y crear corrientes renovadoras; otra, la apertura de las estructuras partidarias para asimilar y procesar esas aspiraciones legítimas. Nada de esto lo garantiza la reforma, pero, al menos, lo hace posible. Y quizá se concrete.
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Publicación original en La Nación (15/12/2022)