P ara algunos comentaristas y líderes populistas, la culpa de los malos gobiernos en nuestros países, es de los políticos o de “los mismos de siempre” (élites económicas, sociales, culturales, etc.).
No se puede negar que llevan algo de razón. La corrupción, la ineficiencia en el gobierno, la escasa rendición de cuentas o la falta de responsabilidad y de resultados, han sido características de muchos gobiernos.
Pero, ¿es ese el cuento completo? Creo que no. Si lo fuera no habría razón para la preferencia recurrente del electorado de líderes populistas, ni se explicaría el atractivo electoral de líderes como Hugo Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina, Morales en Bolivia, Fujimori en Perú, o de Bukele en El Salvador.
Si el problema se redujera a los políticos: ¿por qué habrían de preferirse políticos populares, que empoderan a los caudillos sobre las normas y sustituyen la institucionalidad por la relación directa del líder con las masas a las que encanta? ¿Por qué empoderar la democracia de las calles a costa de la democracia representativa? ¿Por qué buscar líderes que arremeten contra el sistema o le dan la comba al palo?
Tal vez, la mayor diferencia entre las visiones democráticas y las populistas radica en que las primeras buscan cumplir los objetivos de gobierno poniendo las leyes por encima de los gobernantes, mientras las segundas lo hacen dando prioridad al líder que dice encarnar los intereses del pueblo, por encima de las normas.
Creo que el problema radica en la ilusión -de buena parte de nuestros pueblos- de que si le damos poder a un líder fuerte que imponga constituyentes y reelecciones, que incumpla sentencias, o que amedrente a los diputados y opositores, a los medios de comunicación y a los periodistas, que destituya o amenace a magistrados, que persiga fiscalmente o anule la inscripción de líderes de opinión o candidatos de oposición; lograremos más justicia, erradicaremos la corrupción o la criminalidad y disfrutaremos de los bienes que el gobierno otorga.
Es el mito del realismo mágico que hace desaparecer ilusamente la escasez. Es una visión heredera del régimen patrimonial español, como lo describió Octavio Paz, donde el votante ve al Estado como la máquina que le puede proporcionar recursos para satisfacer sus necesidades. Una vaca a la que todos pueden ordeñar sin tener que darle de comer (es decir, sin pagar más impuestos o sin soportar sus desmanes y desfalcos).
Recuerdo con “vergüenza ajena” la mezcla de frustración y sinsabor que sentí cuando hace muchos años en una de mis primeras actividades de tocar puertas para pedir el voto, un ciudadano me preguntó “¿Y usted que me va a dar?” El tipo no pedía un programa de gobierno o una política económica que promoviera el bien común para tener mayores posibilidades de surgir, sino un bien específico para su personal y exclusivo beneficio: una pensión, un bono, un diario, un puesto en el gobierno. No quería un buen gobierno, quería vender su voto. ¿Cuánto o qué me van a dar?
Por eso, pensé entonces, se da la inclinación en nuestros países hacía los populismos, que demagógicamente prometen distribuir lo que no tienen, y que acaban destruyendo el sistema de derecho y de incentivos que mueve a las personas a trabajar, a crear, a ahorrar, a invertir y a prosperar.
La consecuencia es conocida, pero no se percibe al principio del gobierno populista: produce empobrecimiento y miseria. Y además, terminan dándole casi todo a los más enchufados. Los que tienen más galillo tragan más pinol. Son los más influyentes los que, ante el desprecio por las normas, logran que los favores del caudillo les sean más provechosos.
El resultado se repite una y otra vez, como demuestra el caso venezolano. El aparato productivo se desmorona, los empresarios huyen y luego los ciudadanos (aunque tengan que cruzar el tapón del Darién), la canasta de bienes accesible a los consumidores se encoge, y esto da cada vez más poder al brazo del líder que reparte los bienes públicos que son cada día más apetecidos. Y ello solidifica por unos años su poder.
Si el resultado es predecible, ¿por qué muchos pueblos caen en él? 1) porque a corto plazo, los resultados negativos no son evidentes y los “cánticos de sirena” son muy atractivos; 2) porque los populistas siempre pueden convertir inocentes en “culpables” (los judíos, los ricos, las élites, los mismos de siempre, los sindicatos, los migrantes, los políticos tradicionales, etc.), y los pueblos necesitan achacarle a alguien los males que enfrentan; 3) porque siempre es posible acusar a sus antecesores por todos los malos presentes; 4) porque los pueblos desesperados por la inacción, por los problemas sociales o económicos o de corrupción y criminalidad, creen sinceramente que el nuevo líder será capaz de arrancarlos de raíz y prometernos el paraíso terrenal.
Y no hay duda de que algunas cosas logran, pero a un costo mayor que difícilmente podemos visualizar en el corto plazo.
A propósito de la situación que atraviesan nuestros países y la dificultad para encontrar soluciones, algunos autores afirman que “los problemas son de -ausencia de- liderazgo”. De un plumazo, el lector desprevenido, el ingenuo y el ególatra, cada uno por distintos motivos, acogen la tesis de que los problemas de nuestros países desaparecerían si encontráramos al “líder”, al flautista de Hamelin que resolverá nuestros problemas en un dos por tres. El desprevenido asume que los problemas estructurales no existen. El ingenuo busca desesperado al “líder” que lo sacará del marasmo en que se encuentra. El ególatra se asume como ese líder (se mira al espejo y se dice, yo soy el hombre o la mujer que el país necesita, elegidme y los problemas se acabarán, porque yo sí sé cómo convencer y tomar las decisiones para resolver los problemas del país).
Los que conocen el cuento, saben que el flautista ofreció y logró acabar con la plaga de ratas de Hamelin, pero que cuando fue a reclamar el pago por sus servicios, el pueblo se negó a pagarle y entonces el flautista engatusó a los niños del pueblo para que lo siguieran entusiasmados por su música y terminaron ahogados, igual que había hecho con las ratas.
Moraleja, si no queremos sucumbir a la atractiva melodía que nos ofrecen los populistas, busquemos el bienestar con gobiernos democráticos sometidos a normas, con frenos y contrapesos, y que respeten la libertad y los derechos de todos (mayorías y minorías).
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Publicación original en crhoy.com (07/06/2023)