E l sentido histórico del derecho administrativo, más que un mecanismo de imposición de la Administración sobre el administrado, es un mecanismo de protección del ciudadano frente al poder. Es, por ello, la historia de la “lucha contra las inmunidades del poder”.
Aunque se reconoció tempranamente que el Estado estaba sujeto a un derecho distinto al Derecho Civil (Francia, siglo XIX), ello no derivó en la ausencia de limitaciones al ejercicio del poder, sino al contrario, se garantizó (al menos desde el “Arrêt Blanco” de 1873, resuelto por el Consejo de Estado francés); que la Administración Pública estaba subordinada a un derecho propio, el Derecho Administrativo, en salvaguarda de los derechos de los administrados y que, por tanto, era responsable de los daños o agravios que causara a los ciudadanos. El Estado podía actuar e imponer sus decisiones, pero debía hacerlo respetando el principio de legalidad (el Estado solo puede hacer lo que la Ley quiere que haga), y sería responsable por los daños que pudiera causar (Responsabilidad del Estado). En las palabras de HAURIOU: “que actúe, pero que obedezca a la Ley; que actúe, pero que pague el perjuicio”.
La Ley otorga, y a la vez limita, la autoridad de los agentes, que, como tales, son sólo servidores de la Ley, no dueños de la misma ni del poder.
Básicamente, las tres inmunidades referidas eran: 1) los llamados “actos discrecionales”, 2) los llamados “actos políticos”, y 3) los actos normativos o Reglamentos.
Frente a la inmunidad de los actos discrecionales, se establecen 2 límites centrales:
“La lucha contra las inmunidades de poder”, es el título de un pequeño libro escrito por Eduardo García de Enterría, durante los años de la dictadura franquista. Cuando no era posible el Derecho Constitucional, el Derecho Administrativo fue el soporte principal de los ciudadanos frente a los excesos del poder. La lucha por la libertad se atrincheró en el Derecho Administrativo y el profesor García de Enterría (escritor, Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, miembro de la Real Academia de la Lengua Española, catedrático universitario), jugó un papel trascendental en la nueva Constitución Española de 1978 (algunos artículos reflejan su pensamiento y sus discípulos democráticos de la izquierda y de la derecha participaron en su redacción y en los primeros gobiernos democráticos). Tuve el honor de ser su discípulo también (fue mi Director de Tesis Doctoral en la Complutense de Madrid, y escribió el único prólogo a un libro de un autor latinoamericano).
Resalto el sentido histórico del Derecho Administrativo, porque algunos lo ven única o principalmente como un instrumento del poder para imponerse a los demás. No faltan algunos pronunciamientos de tribunales y de procuradores que transpiran esa distorsión. Por ello, no está por demás recordar que su objetivo es defender la libertad y los derechos de los administrados frente a los excesos y desviaciones de los poderes públicos. Su objetivo es equilibrar y compensar las potestades públicas con los derechos de los ciudadanos frente a ellas. De manera que la imposición de un plan regulador, de un impuesto o carga social; la exigencia de un permiso de construcción o de operación; el otorgamiento de una licencia para desarrollar actos privados (sean o no de “interés público”, como la educación privada o la radiodifusión); la modificación unilateral de un contrato público, etc., quedan limitados por los derechos fundamentales y las libertades públicas.
Que los servidores públicos son “simples depositarios de la autoridad” (artículo 11 de la Constitución); que los gobiernos (nacionales o locales) y los entes públicos, no pueden querer más de lo que la Ley quiere que quieran; y no pueden hacer lo que Ley no habilita a hacer. Que cualquier Ley, además, debe respetar, el contenido esencial de los derechos constitucionales y, por ello, no puede distinguir donde la Ley no distingue y no puede discriminar por ningún motivo.
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Publicación original en crhoy.com (16/08/2023)