E n los últimos años la economía costarricense ha vivido tiempos difíciles. Ya desde antes de la aparición del COVID-19 existían claras señales de debilitamiento del aparato productivo, reflejado en altas tasas de desempleo. La falta de puestos de trabajo seguía golpeando a la fuerza de trabajo femenina y a la población joven con mayor intensidad que al resto. El déficit fiscal permanecía relativamente alto, con niveles crecientes de deuda pública que amenazaban la solvencia y estabilidad externa de la economía. Por otra parte, la incertidumbre alrededor de la aprobación de la reforma fiscal afectó desfavorablemente las decisiones de consumo e inversión. Con la aprobación de la reforma se aclararon un poco los nublados del día, y la política pública centralizó sus esfuerzos en la reactivación económica y la reducción del desequilibrio fiscal.
Con la aparición del COVID-19 y la pandemia resultante, el escenario se complicó aún más. El acelerado ritmo de contagios activó las alarmas para declarar medidas de confinamiento a nivel nacional, con efectos diferenciados a nivel sectorial. El cierre de fronteras impactó la ya deprimida actividad económica, llevando a mayores niveles de desempleo en sectores como el turismo, el comercio y la construcción, en primera instancia. Progresivamente se fueron agregando otras actividades a lo largo y ancho del país, conforme el fenómeno de contagio se iba extendiendo. Hoy las expectativas de reactivación económica se han esfumado. Tomará algunos años retomar el sendero de crecimiento, entre dos o tres pronostican algunos organismos internacionales. Reparar los daños puede tomar más tiempo incluso, dependiendo no solo de las políticas públicas que se adopten, sino también de la reacción de los administrados.
Costa Rica se ha caracterizado históricamente por ser un reformador lento, por resolver sus problemas a medias o no resolverlos sino posponerlos. Una milagrosa cosecha de café, el apoyo económico de un país aliado, han sido tablas de salvación que en el pasado permitieron no enfrentar las dificultades y hacer los ajustes requeridos. Hoy la pandemia lleva al país al punto de solicitar el auxilio de organismos financieros internacionales, dentro de ellos el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Las autoridades hablan de negociar metas, no condiciones. Pero para lograr metas se requieren condiciones, algunas de las cuales podrían no ser negociables. Dado que el problema de fondo es fiscal, las eventuales medidas que se discutan irán por la vía de aumentar impuestos y reducir gastos, en donde los márgenes de libertad son reducidos, por ser los impuestos un tema sensible y por una estructura de gasto público rígida.
El país tendrá que tomar decisiones y mostrar resultados. No se trata simplemente de una carta de buenas intenciones, sino de compromisos formales cuantificables, que demuestren la voluntad del país en cumplir los acuerdos. Costa Rica y el FMI no tienen acuerdos formales de financiamiento desde hace muchos años. De hecho, la institución no tiene un representante residente, como sucedía en el pasado. Más aún, la entidad retiró su representación oficial a inicios de los años ochenta, a solicitud del Gobierno de Costa Rica, para reinstalarlo años después, en una relación donde históricamente han existido fricciones en cuanto a las acciones a tomar.
En todo caso, el Gobierno ha anunciado que el proceso de negociación con el FMI ya inició. No será fácil, por las circunstancias actuales y sus implicaciones económicas y sociales. Pero el país no tiene muchas opciones. El financiamiento por la vía de colocación de Eurobonos tiene un camino empedrado, aparte del muy reducido margen con que se cuenta hoy para colocaciones adicionales sin generar una trayectoria de deuda externa riesgosa, que aumente el costo del financiamiento de una deuda soberana que ha sufrido degradaciones en su calificación. El convenio con el FMI es una alternativa viable para enrumbar la economía, ante la cual se deberá demostrar compromiso y seriedad, respaldados por un acuerdo país que avale los costos (sacrificios) y beneficios derivados del financiamiento.
Reactivar la economía, enfrentar la pandemia y negociar acuerdos razonables con organismos financieros internacionales son tres grandes desafíos, que demandan al menos tres condiciones: realismo, sabiduría y firmeza en la toma de decisiones.
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