V otaré el domingo con una decisión tomada hace varios días. No es plena; menos aún, entusiasta. Surgió de un ejercicio de descarte y tamizaje, para quedarme con quien, por sí y por sus posibles acompañantes en un eventual gobierno y en la Asamblea Legislativa, tendría más posibilidades de hacerlo mejor. Un par le andan cerca y podrían hacer un gobierno razonable, si la oposición ayuda. Y no descarto sorpresas reformistas, como la de Carlos Alvarado.
Pero mi decisión también se nutre, por oposición, de candidaturas que me generan profunda inquietud, la única emoción que he sentido durante la campaña.
Me inquietan las propuestas y personas dogmáticas, fanáticas e intolerantes, desdeñosas de la naturaleza civil del Estado e imbuidas de moralismo, lo cual quiere decir, en sabias palabras del filósofo Fernando Savater, una moral para los otros. Igual ocurre con quienes secretan tufos autoritarios, voluntaristas o macho-populistas, abordan el debate público como un ejercicio de atacar, no explicar y rendir cuentas, o proyectan arrogancia ideológica, intelectual y de cualquier otra índole. Y me enoja quienes se candidatearon desde un vacío de vanidades y trivialidades.
En lo cognitivo-racional, valoro características como las siguientes (y, por ende, descarto sus opuestos): cultura democrática, conocimiento de la realidad, rigor, sentido del complejo quehacer político, respeto a los demás, colaboradores competentes, principios éticos, pragmatismo, voluntad de corrección y capacidad de escucha.
La mezcla imperfecta de esos y otros elementos me dan la clave del voto. Pero añado uno esencial, sin el cual lo demás se desvanece: sentido del bien común.
En su cuento Las dos orillas, Carlos Fuentes da voz a Jerónimo de Aguilar, intérprete de Hernán Cortés, para imaginar la mejor suerte que habrían corrido Moctezuma y su pueblo si el emperador hubiera decidido “hablarles a los hombres, su pueblo, en vez de a los dioses, su panteón”. Poquísimos candidatos han pasado esta prueba y superado el panteón de los sesgos, intereses creados, tribus partidistas, grupos de presión o gremios cerrados. Trascenderlos, soltar sus amarras y asumir la difícil tarea de oxigenar estructuras, políticas y prioridades, será la gran prueba presidencial y legislativa. Ante ella, cruzo los dedos.
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Publicación original en La Nación (03/02/2022)